La sensación de opresión en su
pecho aumenta a cada segundo. Era como si de un momento a otro ese sentimiento
lo tragaría por completo, expulsándolo después de haberlo atormentado lo
suficiente.
El miedo.
¿Cuánto llevaba metido en ese
lugar?
Ya ni siquiera lo recordada. Las
últimas escenas de su vida no eran claras: el disparo, un grito, y él metido en
el rincón más grande que encontró en su cuarto: el gran armario de madera.
De pequeño siempre le había
llamado la atención aquel mueble. Era tan grande e impotente que a su corta
edad quedaba maravillado. Los detalles que tenía, el suave contacto de la
madera, incluso el olor a moho que desprendía lo fascinaba. Siempre habían
dicho que era un niño raro.
- No es un
niño raro, es solo alguien especial – lo defendía su madre una y otra vez.
- ¿Cómo va a
ser especial? – decía su tía con voz maliciosa -. ¿Acaso no los has visto
hablar con los bichos? – susurró como si quiera que nadie la escuchará pero su
tono de voz era lo suficientemente alto para que todos los presentes en la sala
escucharán. Su madre negó con la cabeza mientras su tía reía en son de burla.
No quería
pensar en si niñez, sin embargo siempre lo hacía. Era una herida constante que
nunca desaparecía, y que él disfrutaba mucho abriendo una y otra vez.
Con un padre
que los abandonó y una hermana menor enfermiza la vida no había sido simple.
Poco a poco
sintió como su respiración agitada se calmaba, hasta recuperar un ritmo
meramente normal. Ya no sudaba frío, ni escalofríos recorrían su cuerpo una y
otra vez. Se sentía bien.
Cuando
estiró su brazo para abrir la puerta del armario fue como si una imagen
asaltará su mente de pronto: Verah, la niña de las trenzas rojas. Aquella chica
que cuando él había estado solo lo había aceptado en su grupo, siendo así su
única amiga. Y su primer amor. ¿Cómo no enamorarse de la sonrisa inocente y los
ojos brillantes de aquella hermosa niña?
Casi 10 años
siendo amigos. Hasta que todo terminó una tarde soleada. Porque no todas las
cosas malas pasan en una tarde lluviosa, ni todas las buenas bajo el sol
brillante.
Él se
encontraba en uno de los callejones que quedaba cerca de su casa, fumando un
porro como si fuera la cosa más normal del mundo. Verah apareció de la nada,
frente a él con el rostro encendido de ira y los ojos brillosos.
- ¡¿Qué estás
haciendo?! – le gritó quitándole el porro y tirándolo al suelo -. ¿En qué estás
pensando, Trevor? – su voz sonaba más dañada que molesta, solo que él no lo
notó en su tiempo.
- Verah, tú
no lo entiendes…
- ¡Claro que
no lo entiendo! Llevó casi diez años intentando entender a un chico que a penas
y me dice un par de palabras cuando nos encontramos… - Trevor se quedó en
silencio. Verah había dado un golpe bajo -. Eres raro, y siempre quise
entenderte. Solo no te dejabas conocer.
Era verdad,
nunca hablaba con ella. Pero era porque no encontraba las palabras exactas que
decir. Quería impresionarla, de tal manera que ella se fijará en él. Solo que
nunca sabía que decir, las ideas escapaban de su mente antes de que pudiera
expresarlas.
Verah
simplemente negó con la cabeza, y se alejó caminando para siempre de él. Sin
saber que esa misma noche amanecería muerta a manos de un extraño hombre. Él
mismo hombre que lo había estado acosando desde ese momento.
Su vida se
había convertido en un caos cuando empezó a consumir esa droga que unos
‘‘amigos’’ le ofrecieron. Para escapar del mundo. Todo parecía ir bien hasta
que Verah le rompió el corazón, murió y ese enigmático personaje apareció en su
vida.
- ¿Conoces a
aquel hombre, Bree? – le preguntó a uno de los chicos que le dirigía la palabra
por cortesía cuando estaba saliendo del colegio.
- No hay
ningún hombre Trevor – le respondió y se alejó. Él tomo eso como si estuviera
burlando de él, lo que era lo más seguro.
Trevor
contuvo la respiración cuando por fin salió del armario. Su habitación se
encontraba completamente a oscuras, solo iluminada por la tenue luz de la luna
que entraba por su ventana. Nervioso caminó con mucho cuidado de no hacer ruido
hasta la puerta de su cuarto.
Desde ella
intentó detectar algún sonido desde abajo, pero no alcanzó a escuchar nada.
¿Mamá? ¿Mamá estás bien?
Era lo único
que lograba pensar. Cuando vio a aquel hombre fuera de la escuela dos días
después de la muerte de Verah no sintió nada, solo una increíble aversión
contra aquel ser humano tan desagradable a la vista.
La cosa se
había empezado a hacer raras cuando aquel hombre siempre aparecía, donde sea.
Cuando llegó
a su casa y vio a su hermana muerta en la sala supo que aquella persona por fin
había logrado entrar en su casa. El terror lo había invadido completamente y su
primer instinto fue correr a su cuarto y encerrarse en el armario grande que
había.
Pero no
podía dejar a su madre, a pesar de que ella lo aborreciera.
Tomando todo
el valor que tenía metió la mano debajo de su colchón para sacar el cuchillo
que tenía ahí guardado. Al tocarlo sintió una sustancia pegajosa. ¿Qué era…?
Con un
simple jalón el cuchillo estuvo a fuera, y él vio que estaba manchado de
sangre. Quiso tirarlo lejos y volver a su escondite, pero no se permitió
hacerlo. Por su madre. Tenía que salvarla.
Con el
corazón bombeándole con fuerza bajo hasta el primer piso de su casa. Ahí
encontró lo que más temía: el cuerpo inerte de su madre.
Devastado y
con ira buscó por todo el lugar al responsable, y lo vio. Una sombra en esquina
del comedor. Decidido caminó con el cuchillo en lo alto hasta el hombre. Su
imagen lo aterró.
Era un
chico, de cabello negro, piel pálida y ojos oscuros. Era él. Era un espejo.
Trevor se
encontraba huyendo de su peor pesadilla desde los 5 años: él.
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